viernes, 18 de febrero de 2011

De la Batalla

En el fondo de sus ojos podía ver la confusión que avasallaba su mente. Sé que pensaba que eso no podía estar ocurriéndole a él. No había considerado la posibilidad de morir a los pies de su enemigo, yo. Al mismo tiempo, su mirada escudriñaba un atisbo de misericordia, de compasión y de empatía.
El sonido ensordecedor de la batalla servía de fondo para cada movimiento de mi cuerpo, de mi extraordinaria complexión. Nunca jamás sentí tanta fuerza física dentro de mí. Respiraba profundamente y hasta lo más hondo de mi cabeza llegaba el aroma embriagador de la sangre derramada por el enemigo. El sonido de choque entre espadas, escudos, armaduras... Gritos de dolor, gritos de desesperación, gritos de rabia, gritos. Más gritos. Una sinfonía que te insuflaba más fuerza; música que deleitaba mi instinto y lo mantenía despierto. Música que temía y que amaba a la vez.
Miré una vez más los ojos de aquel maldito desgraciado, alcé al máximo mi espada, solté un grito, solo uno, pero suficiente para derrumbar las murallas de Jericó; y al mismo tiempo descargué toda mi ira, toda mi fuerza, toda mi fe, toda mi ilusión sobre aquel cuerpo. ¿Gritó? No lo sé. Su sangre, templada y espesa, acabó por teñir de rojo lo poco que quedaba limpio de mi rostro. Ese olor a óxido de hierro volvió a penetrar en mi alma. El orgasmo de la muerte vulvió a surgir en mí.
Poco a poco aquel rumor iba bajando de intensidad, ya podían distinguirse voces singulares. El clamor del metal contra metal, de cuero contra cuero, de madera contra madera, de todo contra todo iba bajando poco a poco. Miré hacia el cielo azul. Más brillante que nunca, lo único que quedaba sin teñir por el rojo brillante de la vida. Miré a mi alrededor. Todo había acabado. El campo de batalla ya no era un campo de batalla.
La sinfonía de la gloria había concluido, los cánticos épicos silenciados. Aquel campo de batalla era ahora, el campo del dolor, del sufrimiento, de la lástima, de la pena. El desierto, mi desierto, más desierto que nunca. La brisa cruzaba por mi rostro resecando las últimas gotas de sangre que resbalaban por él. Miré mis manos y no las veía, solo la firma inconfundible de aquellos a los que vencí. Solté mi espada y quedó clavada en la arena. El desierto susurraba sus palabras sabias, siempre justas, siempre crueles, siempre amadas.
Había vencido, habíamos derrotado al enemigo, pero ¿donde está la gloria? ¿donde está la libertad? ¿donde está el honor? Éxplicaselo a ellos. ¿Dónde está la libertad de las viudas, dónde está la libertad de los huérfanos, dónde está la patria de las amadas que lloran arrodilladas  al lado de sus amantes, dónde la patria de los padres, de las madres? ¿Dónde está esa libertad? ¿Dónde?
Grité. Y las montañas del Atlas me respondieron con su silencio.
Ahora sé del sentido de la lucha, del corazón del guerrero. La batalla no se libró en el desierto, no. Se librará día tras día en nuestro corazón. ¿La victoria? La victoria llegará con el apellido de la derrota. El alma sobrevivirá. Y entonces verás.
Mis queridos hermanos guerreros, ahora que el fragor de la batalla os llama, no renunciéis al honor de la guerra, a la gloria de los vencedores, porque este es vuestro momento. Yo sé de vosotros y os amo por ello. Cuando volváis, contadme de vuestro momento, porque aquella edad del mundo ya pasó para mí.

Tened paz en vuestros corazones.

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